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Domingo, 14 de enero de 2024
La última vez que fui a Miami pasé por el cementerio de la Calle Ocho a visitar a Lydia Cabrera. Está en uno de esos nichos vacuos, no en una tumba que deje constancia de su grandeza. Una tumba con una lápida gruesa y ancha con letras de bronce. Gran dama de la cultura cubana, diría, o algo así. En la ciudad donde vivió y escribió obras fundamentales (pagándose las ediciones), no hay un solo recordatorio de su presencia: una calle, una plaza arbolada, un busto, una placa en el apartamento modestísimo donde vivió (si es que aun existe), una escultura de mármol o bronce donde se le vea augusta, venerable, apoyada en su bastón, luciendo aquella inefable sonrisa. Rendirle homenaje sería una buena manera de proclamar que existió otra isla. Una que producía hombres y mujeres extraordinarios y, no menos importante, decentes. Los pueblos que olvidan a sus grandes están condenados a la zafiedad, la ordinariez y a la miseria moral e intelectual.
En la foto, estamos en una de mis primeras exposiciones en Miami. Yo la quería.