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Lunes, 5 de septiembre de 2022
En el viaje, subo a una montaña. Tres mil metros, dicen. Montamos en una telecabina primero y después en una telesilla. En la cúspide, hay un reloj de sol. O un mirador. Dicen. Un sitio ideal para sufrir el carácter vacuno de la gente. Riadas de escaladores vacacionistas. Hombres mujeres y niños. A medio camino, desde la telesilla, vemos a un padre que se ha tenido que echar a la espalda a su hijo. ¿A quién se le ocurre traer a un niño pequeño a subir una montaña de tres mil metros? Desde el lugar donde nos deja la telesilla, hay que trepar un kilómetro más por un pedregal para llegar al famoso reloj mirador o lo que sea. Me cago en la Naturaleza no hay nada más espantoso que la naturaleza. Digo y me siento, resuelto. ¡Que no soy una cabra! Pero. Pasan cuesta arriba dos gordos alemanes o franceses o algo así y una norteamericana paquidérmica y soy un abreu, así qué.
Y llegando a la cumbre Marta me hace una foto y descubro a mis espaldas la siniestra silueta de la isla. Y constatado mi infortunio (¡la pavorosa me seguía!) pensé lanzarme al vacío no aguardar la extinción sino precipitarme en ella pero el hermoso rostro de mi amada no me dejó.