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Miércoles, 24 de agosto de 2022

Y qué bellamente termina el brutal libro de Wenceslao Fernández Flórez con su regreso a la España del bando nacional.

“El carabinero que debía revisar las maletas se limitó a complimentarme afectuosamente. En la sala, donde era necesario presentar la ficha de entrada, un joven falangista declaro:

–Libre.

En las barreras me esperaba un grupo de amigos. En la entrada del puente, la vieja y gloriosa bandera de España –no la bandera de un partido– pendía en la calma de la tarde. Después de un año de amarguras, en que cada hombre era un enemigo y en que cada voz era una amenaza, aquel acogimiento me conmovió (…) En el tono naturalmente afectuoso de la llegada había la ternura de la patria que protege a sus hijos, el calor de la solidaridad de millones de seres que sentí de repente a mi lado, ligado yo a ellos y ellos a mí por ese sentimiento tan confuso y tan concreto; tan complicado y tan razonable, que viene de lejos, de tan lejos que no se sabe de dónde y que va hasta la inmensa distancia de los siglos futuros. Me sentí acariciado, recogido, amparado. Mi antigua personalidad volvió a encontrarse en mí, como si estuviese allí, hacía un año, a mi espera.

Inclinado sobre la mesa, sollocé, perdido el dominio de mí mismo. Un minuto después, al querer disculpar aquella flaqueza de espíritu, el falangista cortó la frase que iba a pronunciar y me dijo cariñosamente:

–No se avergüence. Cuando vienen de allá todos los que entran lloran.

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© Juan Abreu, 2006-2019