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Lunes, 21 de marzo de 2022
Despierto de madrugada con la nariz tupida, la boca reseca y dificultad para respirar. Me siento en la cama e inspiro con fuerza. Recupero el aire. Voy a la cocina y bebo agua. Ardor de garganta, y un hueco en el estómago, demasiado vino, pienso. Ya recuperado, pongo la cabeza en la almohada otra vez. Y estoy en la cumbre del edificio más alto del mundo y me ha tocado, no sé mediante qué proceso de selección, lo más alto. Entiendo que todo el edificio más alto del mundo es un cementerio y que mi lugar, un lugar muy especial al parecer, está en la base de la aguja que culmina la grácil estructura de plástico y cristal. El edifico se balancea ostensiblemente. A mi lado el arquitecto, un tipo de blanca melena y zapatos de colorines, y otra persona que estará también enterrada en lo alto, aunque no tan alto como yo. Los dos están contentos y yo debería estarlo, pero siento cierta angustia. El arquitecto nos explica cómo funciona todo lo referente al edificio y yo pienso si será seguro estar tan en lo alto, pienso en qué será de mis despojos si el edificio se derrumba. En el sueño, me parece una preocupación justificada. A continuación, estoy en la inmensa explanada futurista donde se levanta el edificio más alto del mundo y me acompaña el mismo personaje desconocido y después de caminar un rato llegamos ante la puerta de un convento o eso parece. Ahora llevo a mis espaldas un enorme rollo de pinturas y tocamos la puerta del convento y abren una rejilla y nos niegan la entrada y cuando vuelven a cerrarla mi acompañante trepa el alto muro que protege el lugar y salta dentro del convento (¿o es un museo?). En ese momento, como el enorme rollo de pinturas pesa mucho, considero dejarlo abandonado a las puertas del convento o museo pero no puedo hacerlo de sólo pensarlo me embarga una gran tristeza, así que echo a andar cargando el rollo de pinturas de regreso al edifico más alto del mundo.