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Jueves, 17 de febreo de 2022

Fue la frialdad de su comportamiento, la serenidad de una persona que sabía exactamente qué hacía, lo que impresionó a todos aquellos que vieron cómo Mohamed Bouyeri, un holandés marroquí de veintiséis años vestido con un impermeable gris y un gorro de rezar, derribaba a Theo van Gogh, haciéndole caer de su bicicleta, una triste mañana en Amsterdam. Le disparó tranquilamente al estómago y, cuando su víctima fue tambaleándose hasta el otro lado de la calle, le volvió a disparar varias veces más, sacó un machete curvo y le cortó el cuello “como quien da un tajo a un neumático”, según dijo un testigo. Tras dejar el machete firmemente plantado en el pecho de van Gogh, extrajo de una bolsa un cuchillo de menor tamaño, garabateó algo en un papel, dobló la misiva con esmero y la clavó en el cuerpo con este segundo cuchillo. (…) Bouyeri dio unas cuantas patadas fuertes al cadáver y se marchó caminando, sin prisa, con toda la naturalidad del mundo, como si no hubiera hecho nada más dramático que filetear un pescado. (…) Mientras cargaba de nuevo su arma, una mujer que se encontraba allí gritó “¡No puede hacer eso!, a lo que Bouyeri contestó “Sí, sí puedo, y ahora ya sabéis todos lo que os espera en el futuro.

Siguiendo mi mala costumbre (creo) de leer varios libros a la vez, comienzo el de Ian Buruma sobre el asesinato a manos de un religioso musulmán (también holandés y marroquí, pero eso es secundario), del cineasta Theo van Gogh. Apasionante. Y un retrato crucial, por lo que veo, del lugar al que nos conduce el sueño multicultural europeo y la estupidez de la política de puertas abiertas hacia personas que primero y ante todo se deben a su dios bárbaro, oscurantista y asesino, y no a los valores civilizatorios de las naciones que generosamente los acogen.

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© Juan Abreu, 2006-2019