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Lunes, 3 de enero de 2022

(1) Una parte de mi cerebro dice qué bonito, otra qué espanto (un cerebro unidireccional no es un cerebro es un cepo) mientras trepo a la Plaza del Obradoiro y a la catedral del famoso botafumeiro. A mi alrededor hablan el bobo o jerga local y en el último tramo, el más empinado, después de una escalera resbalosa y traicionera, que venzo a cámara lenta y resollando, nos recibe (sólo viajo sin mi Martica en casos muy extremos o por equivocación), el desapacible chirriar de las gaitas. Martica es mi pastor. El suelo adoquinado o algo así, el cielo gelatinoso pero soleado. El sol es algo raro aquí, me dicen. Llueve mucho, los indígenas tienen más de setenta vocablos (olviden el cuento de los esquimales) para nombrar la lluvia, algunos muy bonitos, vean:froallo, barrallo, barrufa, zarzalo, zarracina, ballón, balloada, fuscallo, arroiada, cebrina, troboada, torbón, trebón, escarabana, sarabiada, néboa. Entre otros. Tanta lluvia explica un tanto tantas caras de nutria (de río). El hotel donde nos alojamos, sobrevalorado en el estrellato, creo, se halla abajo en el fondo verde y ondulado del barranco en cuya cima se halla la famosa catedral del peregrinaje. La gente de aquí debe ser como los portugueses mitad humanos mitad cabras. A quién se le ocurre vivir en un sitio así, voy resoplando mientras trato de recuperar el aire. Ya en la plaza, veo a un hombre arrodillado y a su lado a una mujer que apoya la mano en su espalda y lo consuela o reconforta. Un hombre arrodillado es lo más triste del mundo.

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© Juan Abreu, 2006-2019