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Viernes, 29 de octubre de 2021
En Le Sexe et l´Efroi, Pascal Quignard muestra cómo el cristianismo impuso a los reticentes hombres las normas de la sexualidad femenina, la monogamia, la templanza sexual, el sentimiento ligado al deseo, el ostracismo de la homosexualidad. Es la Iglesia la que va a erradicar poco a poco las prácticas eróticas, los baños colectivos y la costumbre vigente hasta la Edad Media de ofrecer la esposa al huésped de paso. Por supuesto la Iglesia toleraba los desbordamientos viriles; por supuesto había amantes y prostitutas; por supuesto los matrimonios seguirán concertándose hasta mediados del siglo XX, es decir que lo social prevalece aún sobre el amor, es decir que el concepto patriarcal del matrimonio prevalece sobre el concepto matriarcal. Pero tras la guerra del 14 se acabó, el hombre renunció. El romanticismo femenino ganó definitivamente.
En el mundo de antes, las reglas estaban claramente definidas: la mujer tiene derecho al respeto, pero a menudo también a la frustración; el hombre tiene derecho al placer, pero tiene deberes para con la joven a la que seduce; si esta “cae” él tiene que reparar. Si no, es el oprobio para ella, pero también para él. Globalmente estas reglas poco más o menos se respetan hasta los años 50. Son a un tiempo inhibidoras y tranquilizadoras.
Ese mundo está muerto y enterrado. Las mujeres son dueñas de su deseo y de la reproducción; los hombres ya no tienen poder sobre nada de la familia; como contrapartida, se descargan de las responsabilidades que aquel conlleva. Ya no quieren reparar. Entre píldora y aborto ya no es necesario. Cuando las mujeres se quedan embarazadas, con frecuencia las presionan para que aborten. Los psicólogos saben sin embargo que el accidente no existe, sino que el inconsciente ha confesado un “deseo de hijo”. Y así las mujeres han descubierto el precio que deben pagar por su nuevo poder: se dan sin obtener nada a cambio. Furiosas por el mal negocio que han hecho, obsesionadas por la marcha inexorable de su reloj biológico, le declaran la guerra, mediante la ley –paternidad obligatoria– y mediante la astucia. Se “olvidan” de tomar la píldora. Los hombres se ven acorralados, aunque no se casen. En un mundo sin reglas definidas, todos los golpes están permitidos. En la mayoría de los casos, con la muerte en el alma, se resignan a abortar. El aborto, otra conquista histórica. “Nuestros cuerpos nos pertenecen”, recordemos el eslogan. Los hombres no entendieron nada. Creyeron que ellas se acostarían con quien les diera la gana, sin la amenaza del padre o el marido. Obsesión de hombre. Las mujeres pensaban en su vientre, sus entrañas, sus hijos. Querían decir: nuestros hijos nos pertenecen. Tenemos derecho a que vivan o a que mueran. Como los hombres en la antigua Roma. Desde entonces los hijos habían pertenecido siempre al amo de cada momento, llámese Dios, la ciudad, la patria o el partido. Desde los años 70, en las sociedades occidentales, los hijos pertenecen a las mujeres.
Hay que leer a Zemmour.