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Jueves, 14 de octubre de 2021

En Francia, la revuelta de los suburbios en noviembre de 2005 sería una terrorífica señal de alarma. Las pandillas de jóvenes son un sustituto de la familia antigua. Reina en ellas la ley del clan, de los caídes, la medición de fuerzas, la fascinación por el dinero y el farde. El sentimiento afectivo de pertenencia se traslada al inmueble, al barrio, a la pandilla. Su lenguaje es ético, reflejo de su somero pensamiento. Voluptuosamente somero. Como una prueba más de virilidad, toda sutileza de pensamiento y de expresión es considerada prueba manifiesta de decadencia femenina.

Preferimos la dulzura de una solución femenina, la acogida, la integración. Esta palabra se convirtió en encantamiento, religión, conjuro. Reemplazó el modelo tradicional francés de la asimilación. Renunciar a asimilar a los inmigrantes y a sus hijos era renunciar a imponerles –virilmente– nuestra cultura. Ante esta última prueba de debilidad francesa, tan femenina, los hijos de estos inmigrantes preferirán volver a la ley de sus padres idealizados, vengándolos. Sus madres los aprobaban. Ellos serían su revancha. Por ello transgredirán alegremente la ley francesa, esa madrastra a la que odian. Ellos serán hombres en esta sociedad de “tías”. Van a follarse a “Francia”, esa mujer, esa “zorra”, esa “puta”. Ellos, los hombres. Van a quemar, a destruir, a inmolar los símbolos de su dulce protección maternal, las escuelas, los transportes públicos, los bomberos. Van a apedrear a los únicos hombres que ella les envía para defenderla: los policías. Esos maderos a los que “odian”. Los únicos que se atreven a enfrentarse con ellos en un combate entre hombres. Un combate en el que está en juego el dominio viril.

Las pasiones de los hombres determinan el curso de la Historia, no los deseos civilizadores de algunas élites luminosas (si así fuese, viviríamos hace mucho en un mundo en paz). Por eso es tan interesante el acercamiento sexual de Zemmour a la realidad francesa y europea, sociedades que se feminizan mientras son invadidas por culturas viriles que ven, con razón, la feminidad social y cultural francesa y europea como una debilidad. Descartar las ideas de Zemmour por un supuesto racismo es simplón, y es una muestra más del pensamiento grupal que asola en España el pensamiento libre. Leerlo, como sucede con cualquier pensador, no es estar de acuerdo con todo lo que dice.

Hay que leer a Zemmour.

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