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Voy a Barcelona a ver a mi amigo Daniel que se fue a Francia hace años y allí es profesor y ya tiene dos hermosos hijos y una mujer más hermosa aún que cuando vivía en Barcelona, algo asombroso porque han pasado como digo desde que se fue Daniel unos cuantos años. Daniel es argentino y recuerdo que una vez me dijo tú eres el único cubano que me cae bien, un hombre inteligente Daniel. Los dos amamos a Borges y a Lezama, y a Homero sobre todas las cosas y nos sentamos en el café de La Central de la calle Mallorca (a la que yo iba en un tiempo compulsivamente por una niña que trabajaba allí, una niña con unas tetas muy grandes y muy blancas y una cara inocente y depravada, qué combinación) a beber cervezas y a hablar de la vida y del tiempo que pasa siniestro y veloz y de libros, y de la estupidez humana, claro está. Yo le regalé a Daniel un libro de Pascal Bruckner y él a mí un librito de César Aira que tiene una crónica sobre un viaje que hizo a La Habana. Veremos qué cuenta Aira, espero no tener que machacarlo. Daniel sigue siendo un muchacho alto y apuesto y muy inteligente y cuando salimos de la librería nos fuimos caminando hasta Plaza Cataluña un lugar cada día que pasa más feo y más atroz, y yo que tengo pocos amigos iba muy contento de ver otra vez a Daniel y en cierto momento alcé la vista al cielo y vi que la tarde nos miraba.