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Me decía Lydia Cabrera, en su apartamento de Coral Gables, y bajo el retrato que Lam le hizo a María Teresa de Rojas, que ella mostró la iconografía litúrgica de la santería cubana a Lam, que por entonces era un remedo más o menos tosco de Picasso, y que le dijo ¿por qué no pintas ese mundo? y a partir de entonces nació el Lam negroide y antillano. Lydia, una gran burguesa, acogió y ayudó al joven Lam; toda la historieta del Lam víctima de los potentados cubanos es poco más que eso, una historieta. Un buen muchacho, añadía Lydia, con sonrisa afable.
Después se le pasó lo de buen muchacho a Lam y de crecido fue un oportunista que se dejó manosear a placer por el fidelismo y, al menos en una ocasión, fue más que un oportunista fue un esbirro a tiempo completo y desfiló ¡en silla de ruedas! frente a la embajada peruana donde miles de cubanos se habían refugiado con la esperanza de escapar de la dictadura. ¡Que se vaya la escoria! ¡Mi patria linda y bonita sin lumpens ni mariquitas!, voceaba la turba enardecida al frente de la cual marchaba el pintor Lam, ya completamente envilecido.
Me ocupo de esto porque leo lo de la exhibición de Lam en Madrid, que seguro será formidable, pero el retrato de Lam que hacen los panegiristas de turno, no resulta, diría yo, demasiado preciso. Mucha metáfora melosa y demasiada baba sentimental y hasta nostalgia del terruño, sólo faltó tocar la guantanamera. ¿Es posible escribir de un artista pinochetista o franquista o aplaudidor del régimen militar argentino en estos románticos términos sin mencionar su colaboracionismo con una dictadura militar feroz que ha torturado, encarcelado y fusilado a miles?
Es la pregunta que me hago.